Pity Álvarez: El elogio a la locura

A mediados de los 90, en pleno desguace social y económico argentino, Cristian Álvarez, Pity, se daba a conocer al frente de Viejas Locas.

Su primer disco, que repetía el nombre de la banda, ofrecía una alternativa al sonido stone, hasta entonces monopolizado de manera masiva por Los Ratones Paranoicos. Sin embargo, la suya era una propuesta diferente ya que si bien tenía obvias referencias al estilo patentado por el grupo inglés, este cuarteto de Villa Lugano retrataba con crudeza y un fatal realismo la vida de los barrios marginales.

Hermanos de sangre, el álbum siguiente, afiló la contundencia de su precesor con una acabada muestra de rocanrol, blues y psicodelia. Luego vino Especial, que llevó al conjunto de Piedra buena a llenar estadios y experimentar su apogeo comercial. Fue el último. Parecía que su líder quería otra cosa, y casi sin duelo ni transición, nació Intoxicados.

Buen día era un producto algo distinto, que abría el espectro rítmico de su proyecto anterior, y que ofrecía letras tal vez más profundas y existenciales.

Le siguió No es sólo rocanrol, que desde el título advertía de qué iba la cosa. A lo que venía tocando -y cada vez mejor- se le agregaba mayor presencia del reggae, algo de hip hop y canciones de medio tiempo, que, según un gran sector de la crítica especializada, continuaban la tradición del mejor Andrés Calamaro. Eso fue mucho más claro con Otro día en el planeta tierra, un lanzamiento que, de nuevo, puso al músico en los primeros lugares. Esta vez, la consagración excedia al público de flequillo y zapatillas de lona, símbolos inexplicablemente iconográficos que en nuestro pais fueron los símbolos de un sentimiento.

Después le pierdo un poco el rastro. Grabó algunas cosas, vuelve con quienes comenzó, y cada tanto suele ser noticia por algún hecho delictivo. Los últimos años fueron iguales, con algunos escándalos, internaciones, shows cancelados, esporádicas apariciones y un deterioro físico preocupante.

Hoy que su imagen es carne de cañón para los propietarios de la razón y cuya conducta fue siempre intachable, me pregunto cuánto de lo que sucede con él es culpa nuestra. Si no es que acaso somos nosotros los que alimentamos al monstruo al naturalizar los excesos de alguien. ¿Se puede creer que una conducta destructiva sea, en ciertos personajes, el motor de su talento creativo?.

El elogio a la locura, tan arraigado en el modo en que el rock construye a sus ídolos, es una práctica que me avergüenza y entristece. Asimismo, es repulsivo leer o escuchar a quienes pretenden invalidar la obra de un compositor -en este caso excepcional- por la manera en que vive, en que decide vivir o quizás en la que simplemente puede hacerlo.

Todos somos un cóctel de virtudes y miserias, pero no todos debemos pagar el precio de la exposición permanente ni quedar a merced de esos dedos que solo señalan cuando es oportuno.

Hay en medio de todos estos sucesos una profunda ingratitud pero también una fuerte indiferencia. Porque dejamos de lado las canciones que nos dio, con las cuales pudimos emocionarnos y que nos brindó a cambio de nada, haciendo de esto un sitio menos doloroso. Y porque miramos lo que pasa de costado, pasivos, dando opiniones con suma liviandad como si la droga, las adicciones, el asesinato y la muerte fueran parte de un mundo que deshabitamos y vemos por una pantalla. Estamos enfermos, perdonennos.

Por Andrés Ramírez.

DEJANOS TU COMENTARIO